El primer día de temporada

El primer día de temporada

Era un día especial. No era para menos. De un intenso color rojo. Relucientes, ¡tanto! que hasta daba pena usarlos. Unos colores vivos los recorrían de punta a punta, de acuerdo con la tendencia de esta temporada. Por fin mi material estaba al día, no como siempre, dos o tres años por detrás. Mis nuevos misiles eran según el vendedor de turno de la tienda “como un arma cargada. Peligrosos en los pies de un idiota, pero letales en los de un experto”. Yo le dejaba hablar para ver si de esa forma sacaba algo más de un “diez”.

Cuando ya tenía un “quince” en el bolsillo,  me preguntó que fijaciones ponía y antes de que tuviera tiempo de girarse al mostrador de relucientes fijaciones, le pasé mi viejo par que llevaba en la mochila diciéndole -Date caña en montarlas que las pistas abren a las nueve y solo queda media hora.-  Se quedó bastante descolocado, pero en esta vida hay que ser duro.

Bueno... ya estaba bien de recordar estas cosas, ahora tenía la pista a mis pies, la primera bajada. Solo tenía que impulsarme y empezar a esquiar. Estaba un poco nervioso por todo, por la primera bajada del primer día de temporada, pero en especial, por mis relucientes esquís.

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Me lancé a trazar mis primeros virajes. ¡Qué bien iban! Tenía la sensación de dibujar en la nieve, pero no quería ni mirar atrás. Hasta notaba mejora en mi técnica con mis nuevos esquís. ¡A ver si el tío de la tienda tenia razón! ¡Menudas tablas! ¡Qué bonitas eran! ¡Qué gozada!

Todo ocurrió en menos de un segundo. En la parte baja de la pista, en la última pendiente y cuando ya intuía que toda la gente de la cola del telesilla me empezaba a mirar, cuando mentalmente ya preparaba mi última derrapada por el interior de la cola para que todos pudieran admirar mi estilo y por ende, mis nuevos misiles rojos, pasó lo que nunca tiene que pasar, menos cuando estrenas esquís y menos delante de toda esa gente.

Un largo escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Lo noté desde la punta del pie hasta mi último cabello. También tragué nieve. Fue terrible. Cuando me recuperé de la torta, lo primero que hice fue mirar la suela de mi esquí derecho. El agujero era profundo, de unos cinco o seis centímetros cuadrados y al lado del canto. ¡¡Maldito tiburón!! Subí unos pasos a ver la piedra causante de todo. Solo sobresalía un centímetro por encima de la nieve, pero había sido suficiente para destrozar todas las ilusiones de la temporada.

Esos esquís ya no volverían a ser los mismos. Yo mismo ya no los miraba de igual manera. Empecé a tenerles cierta manía. Alguien en la cola me preguntó si me había hecho daño. ¡Mierda! Todos habían visto el beicon. Con la cabeza baja dije que no, a la vez que gruesas lagrimas llenaban mis ojos y mojaban los colores de unos esquís que ya no me parecían tan bonitos.

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